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Érase una vez una anciana. Ciega, pero sabia. ¿O era un anciano?
O quizás un gurú. O una leyenda para calmar niños inquietos.
He oído esta historia, o una exactamente igual, en el saber popular
de varias culturas.
Érase
una vez una anciana. Ciega. Sabia.
En
la versión que conozco, la mujer es hija de esclavos, de raza negra,
norteamericana, y vive sola en una casita a las afueras del pueblo.
Su fama de sabia no tiene par y es incuestionable. Entre su gente,
ella representa tanto la ley como su transgresión. El honor que se
le rinde y la admiración temerosa que se le tributa, trasciende su
vecindario y llega hasta lugares lejanos, hasta la ciudad donde la
inteligencia de los profetas rurales da origen a mucha diversión.
Un
día, la mujer recibe la visita de unos jóvenes empeñados en
refutar su clarividencia y en desenmascararla por el fraude que ellos
creen que ella es. Su plan es sencillo: entran en su casa y hacen la
pregunta cuya respuesta depende exclusivamente de lo que la
diferencia de ellos: su ceguera. Se paran frente a ella y uno de
ellos dice: Anciana, tengo un pájaro en mi mano. Dime si está
vivo o muerto.
Ella
no contesta. Le repiten la pregunta: El pájaro que sostengo,
¿está vivo o muerto?
Todavía
no responde. Es ciega y no puede ver a sus visitantes, y menos aún
lo que está en sus manos. No sabe cuál es su color de piel, género
o tierra natal. Sólo sabe cuál es su motivo.
El
silencio de la anciana se prolonga, a los jóvenes les cuesta
contener sus risotadas.
Finalmente,
la anciana habla y su voz es suave pero severa: No sé, dice. No
sé si el pájaro que sostienen está muerto o vivo, pero sé que
está en sus manos. Está en sus manos.
Su
respuesta podría interpretarse de esta manera: si está muerto, fue
porque así lo encontraron o porque ustedes lo mataron. Si está
vivo, todavía pueden matarlo. Que siga vivo, es su decisión. De
cualquier manera, es su responsabilidad.
Por
hacer ostentación de su poder y poner en evidencia la debilidad de
la anciana, los jóvenes visitantes reciben un regaño, se les dice
que son responsables no sólo por el acto de burla, sino también por
el pequeño manojo de vida sacrificado para lograr sus propósitos.
La anciana ciega desplaza la atención de las afirmaciones de poder
al instrumento a través del cual este poder se ejerce.
La
especulación sobre lo que este pájaro-en-mano (aparte de su
cuerpo frágil) puede significar, siempre me ha atraído, pero en
especial, así lo pienso ahora, por la forma en que he sido con
respecto al trabajo que realizo y que me ha traído hoy ante ustedes.
Decido entonces interpretar al pájaro como lenguaje y a la anciana
como un escritor experimentado. La anciana está preocupada por la
forma en que el lenguaje en que ella sueña, que le fue dado al
nacer, se maneja, se pone al servicio, incluso se le enajena para
ciertos nefarios propósitos. Al ser una escritora, ella considera el
lenguaje en parte como un sistema, en parte como algo viviente sobre
lo cual uno tiene control, pero sobre todo como un medio —como un
acto con consecuencias. Entonces, la pregunta que le hacen los
muchachos, ¿Está vivo o muerto?, no es irreal, porque ella
piensa en el lenguaje como en algo susceptible de morir, de ser
borrado; ciertamente puesto en riesgo y redimible únicamente por un
esfuerzo de la voluntad. Ella cree que si el pájaro que está en las
manos de los visitantes está muerto, sus custodios son responsables
por el cadáver. Para ella, un lenguaje muerto no es sólo ese que ya
no se habla o escribe, es ese lenguaje rígido, satisfecho de admirar
su propia parálisis. Como el lenguaje del estadista, censurado y
censurante. Despiadado en sus deberes policiales, no tiene otro deseo
o meta que mantener el libre deambular de su propio narcisismo
narcótico, su propia exclusividad y dominio. Aunque moribundo, no
deja de tener sus efectos para bloquear el intelecto, ahogar la
conciencia, suprimir el potencial humano de manera activa.
Refractario a la interrogación, no produce ni tolera ideas nuevas,
moldea los pensamientos ajenos, cuenta otra historia, llena silencios
confusos. El lenguaje oficial hecho añicos para sancionar la
ignorancia y mantener el privilegio, es una armadura lustrada para
impactar con su relumbre, un cascajo del cual salió el caballero
hace mucho tiempo. Más aún, es tonto, predatorio, sensiblero.
Suscitando reverencia en los escolares, dando refugio a los déspotas,
evocando falsas memorias de estabilidad y armonía entre la opinión
pública.
La
anciana está convencida de que cuando el lenguaje muere, cae en el
descuido o el desuso, en la indiferencia y falta de estima, o es
asesinado por decreto; así no sólo ella sino todos los que lo usan
o producen son responsables por su defunción. En su país los niños
han refrenado su lengua y usan balas en lugar de iterar la voz del
lenguaje mudo, del lenguaje inhabilitado e inhabilitador, del
lenguaje que todos los adultos han abandonado como dispositivo para
resolver un problema usando el sentido, dar orientación o expresar
amor. Pero ella sabe que el suicidio-lingual no es la elección sólo
de los niños. Es común entre los pueriles jefes de estado y
mercachifles del poder, cuyo vaciado lenguaje los deja sin acceso a
aquello que resta de sus instintos humanos para que hablen sólo a
aquellos que obedecen o con el fin de forzar a la obediencia.
Este
saqueo sistemático del lenguaje puede reconocerse en la tendencia de
sus hablantes a renunciar a sus propiedades de matiz, complejidad y
alumbramiento, a cambio de la amenaza y la subyugación. El lenguaje
opresivo hace más que representar la violencia: es violencia; hace
más que describir los límites del conocimiento: limita el
conocimiento. Ya sea el oscuro lenguaje estatal o bien el
pseudolenguaje de los insensatos medios de comunicación; ya sea el
orgulloso pero calcificado lenguaje de la academia o bien el lenguaje
de la ciencia impulsado por los productos; ya sea el pernicioso
lenguaje del derecho-sin-ética o el lenguaje diseñado para el
extrañamiento de minorías —que esconde su expoliación racista en
su tupé literario—, debe ser rechazado, transformado y puesto en
evidencia. Es el lenguaje que chupa sangre, encubre vulnerabilidades,
oculta sus botas fascistas bajo crinolinas de respetabilidad y
patriotismo, mientras se mueve implacablemente para vigilar los
rangos inferiores y la mente de los peores. Lenguaje sexista,
lenguaje racista, lenguaje teísta —todos son típicos de los
policíacos lenguajes del poder, que no pueden permitir el nuevo
conocimiento o animar el mutuo intercambio de ideas.
La
anciana es muy consciente de que a ningún mercenario intelectual, ni
insaciable dictador, ni político o demagogo profesional, ni a ningún
falso periodista, lo convencerían sus ideas. Hay y habrá un
lenguaje conmovedor para mantener a los ciudadanos armados y
dispuestos a hacer que otros se armen; muertos en masa o masacrando
en las galerías, en los tribunales, en las oficinas de correos, en
las canchas deportivas, en los dormitorios y bulevares; promoviendo o
memorizando lenguaje para enmascarar la piedad y el desperdicio de
tanta muerte innecesaria. Habrá más lenguaje diplomático para
aprobar el ultraje, la tortura, el asesinato. Hay y habrá más
lenguaje seductor, mutante, diseñado para estrangular mujeres, para
empacar sus gargantas como paté de ganso con sus propias indecibles
y transgresoras palabras; habrá más lenguaje de vigilancia
disfrazado como investigación, de política e historia calculado
para hacer enmudecer el sufrimiento de millones; lenguaje estilizado
para emocionar a los insatisfechos y afligidos por el asalto de sus
vecindarios; lenguaje arrogante pseudoempírico pensado para encerrar
a la gente creativa en jaulas de inferioridad y desesperanza.
Debajo
de la elocuencia, de la elegancia, de las asociaciones académicas,
por más conmovedor o seductor, el corazón de tal lenguaje es
lánguido, o tal vez sin pulso en absoluto —si el pájaro está ya
muerto.
La
anciana ha pensado cuál habría sido la historia intelectual de
cualquier disciplina si no hubiera existido quién insistiera, o no
se hubiera visto obligado a avanzar. El desperdicio de tiempo y vida
que las racionalizaciones y representaciones de y para el dominio,
exigían —discursos letales de exclusión bloqueando el acceso al
conocimiento tanto para el que excluye como para el excluido.
La
sabiduría convencional de la historia de la Torre de Babel es que el
colapso fue una desgracia. Que fue la distracción o el peso de
muchos lenguajes los que precipitaron la arquitectura fallida de la
torre. Que un lenguaje monolítico hubiera facilitado la construcción
y se habría alcanzado el cielo. ¿El cielo de quién?, se pregunta
la anciana. ¿Y qué clase? Tal vez el logro del Paraíso fue
prematuro, un poco mal intencionado si nadie tuvo tiempo para
entender otros lenguajes, otros puntos de vista, otro período de
narrativas. Pudieran ellos haber encontrado a sus pies el cielo que
imaginaban. Complicada, exigente, sí, pero una visión de cielo como
vida, no un cielo como más allá de la vida.
La
anciana no quería dejar a sus jóvenes visitantes con la impresión
de que el lenguaje debería forzarse a mantenerse vivo de cualquier
manera. La vitalidad del lenguaje radica en su capacidad para
retratar las vidas reales, imaginadas y posibles de sus hablantes,
lectores, escritores. Aunque su equilibrio está a veces en desplazar
la experiencia, esta experiencia no lo sustituye. El lenguaje apunta
al lugar donde puede hallarse el sentido. Cuando un Presidente de los
Estados Unidos reflexionó sobre cómo su país se había convertido
en un cementerio, y dijo: El mundo casi no notará y menos aún
recordará lo que decimos aquí. Pero nunca olvidará lo que hicimos
aquí, sus solas palabras son vigorizantes en sus propiedades de
afirmación vital porque se niegan a encapsular la realidad de 600
000 muertos en una cataclísmica guerra racial. Al negarse a
monumentalizar, al desdeñar la última palabra, la
recapitulación exacta, al reconocer su poco poder para
agregar o quitar, sus palabras indican deferencia hacia la
incapturabilidad de la vida que lamentan. Es esta deferencia lo que
las mueve, este reconocimiento de que el lenguaje nunca puede
mantenerse fiel a la vida de una vez por todas. Ni debería. El
lenguaje nunca puede inmovilizar la esclavitud, el genocidio,
la guerra. Ni debería anhelar la arrogancia de ser capaz de hacerlo.
Su fuerza, su felicidad está en alcanzar lo inefable.
Ya
sea preeminente o precario, oculto, detonante, o se niegue a
santificar; ya se ría a carcajadas o bien sea un aullido sin
alfabeto, la palabra escogida, el silencio escogido, el lenguaje
tranquilo bulle hacia el conocimiento, no hacia su destrucción.
Pero, ¿quién no conoce de literatura proscrita porque es
interrogativa, desacreditada porque es crítica, borrada porque es
alternativa? ¿Y cuántos no se sienten ultrajados por la idea de una
lengua autodestruida?
El
trabajo-de-la-palabra es sublime, piensa la anciana, porque es
generativo, produce el significado, que garantiza nuestra diferencia,
nuestra humana diferencia —la manera en la cual somos como ninguna
otra forma de vida.
Morimos.
Ese debe ser el significado de la vida. Pero construimos lenguaje.
Esa debe ser la medida de nuestras vidas.
Érase
una vez… unos visitantes hicieron a una anciana una pregunta.
¿Quiénes son, estos muchachos? ¿Qué hicieron con este encuentro?
¿Qué oyeron en estas palabras finales: El pájaro está en sus
manos? Una frase que señala hacia una posibilidad o un signo que
capta enseguida la idea. A lo mejor lo que los muchachos oyeron fue:
No es mi problema. Soy mujer, soy vieja, soy negra, soy ciega. La
sabiduría que poseo ahora está en saber que no puedo ayudarlos. El
futuro del lenguaje les pertenece.
Ellos
estaban ahí, de pie. Supongan que no había nada en sus manos.
Supongan que la visita era sólo un ardid, una jugarreta para lograr
que les hablaran, los tomaran en serio como no lo habían sido antes.
Una oportunidad para interrumpir, para violar el mundo adulto, su
miasma de discurso sobre ellos, por ellos, pero nunca para ellos.
Preguntas urgentes están en juego, incluyendo esa que ellos
hicieron: ¿Está el pájaro que sostenemos vivo o muerto? Quizá
la pregunta quería decir: ¿Podría alguien decirnos qué es la
vida? Nada de artilugios; ninguna estupidez. Una pregunta directa
digna de la atención de una sabia. De una anciana. Y si la anciana
visionaria que ha vivido la vida y afrontado la muerte no puede
describir a ninguna de las dos, ¿quién puede?
Pero
no lo hace, guarda su secreto, su buena opinión de sí misma, sus
gnómicos manifiestos, su arte sin compromiso. Mantiene su distancia,
la refuerza y se retrae en la singularidad del aislamiento, en un
espacio sofisticado, privilegiado.
Nada,
ninguna palabra sigue a su declaración de transferencia. Este
silencio es profundo, más profundo que el significado contenido en
las palabras que pronunció. Este silencio se estremece y los
muchachos, fastidiados, lo llenan con lenguaje inventado sobre el
terreno.
¿No
hay discurso, le preguntan, no hay palabras que usted pueda
darnos para ayudarnos a abrirnos paso en su expediente de fallas? ¿A
través de la educación que ustedes nos dieron, que no es en
absoluto educación porque estamos prestando mucha atención a lo que
han hecho, así como a lo que han dicho? ¿Hasta la barrera que
ustedes han erigido entre generosidad y sabiduría?
No
tenemos ningún pájaro en nuestras manos, vivo o muerto. No la
tenemos sino a usted y nuestra importante pregunta. ¿Es la nada que
está en nuestras manos algo que usted podría cargar para
contemplar, para adivinar siquiera? ¿Ya no se acuerda siendo joven
cuando el lenguaje era mágico sin significado? ¿Cuando lo que usted
podía decir, podía no significar? ¿Cuando lo invisible era lo que
la imaginación se esforzaba en ver? ¿Cuando preguntas y peticiones
de respuesta ardían tan brillantemente que usted temblaba de furia
al no saber?
¿Tenemos
acaso que comenzar a ser conscientes con una batalla de heroínas y
héroes, así como usted luchó y perdió dejándonos con nada en las
manos salvo lo que usted imaginó que está en ellas? Su respuesta es
artificiosa, pero su artificiosidad nos avergüenza y debe
avergonzarla a usted. Su respuesta es indecente en su
autocomplacencia. Un guión-para-televisión que no tiene sentido si
no hay nada en nuestras manos.
¿Por
qué no se comunicó, y nos tocó con sus dedos suaves, demorando la
mordedura de sonido, la lección, hasta saber quiénes éramos?
¿Tanto despreció nuestra jugarreta, nuestro modus operandi, que no
pudo ver que estábamos confundidos sobre cómo lograr su atención?
Somos jóvenes. Inmaduros. Hemos oído durante todas nuestras cortas
vidas que tenemos que ser responsables. ¿Qué podría eso significar
en la catástrofe en que este mundo se ha convertido, donde —como
dijo un poeta— nada necesita ser expuesto cuando es ya descarado?
Nuestra herencia es una afrenta. Usted quiere que tengamos sus viejos
y vacíos ojos, y veamos solamente la crueldad y la mediocridad.
¿Piensa que somos lo suficientemente estúpidos para perjurarnos una
y otra vez con la ficción de independencia nacional? ¿Cómo se
atreve a hablarnos de deber cuando estamos hundidos hasta la cintura
en el veneno de su pasado?
Usted
nos banaliza y además trivializa el pájaro que no está en nuestras
manos. ¿No hay contexto para nuestras vidas? Ninguna canción,
ninguna literatura, ningún poema lleno de vitaminas, ninguna
historia unida a la experiencia que pueda pasarnos para que nos
ayude a marchar bien? Usted es un adulto. La anciana, la sabia. Deje
de pensar en salvar su pellejo. Piense en nuestras vidas y cuéntenos
cómo es su mundo individual. Invéntese un cuento. La narrativa es
radical, nos crea en el mismo momento en que está siendo creada. No
la culparemos si su alcance sobrepasa su control, si el amor inflama
tanto sus palabras que estas caen en llamas y nada queda sino su
quemadura. O si, con la reticencia de las manos de un cirujano, sus
palabras suturan sólo los lugares donde puede manar la sangre.
Sabemos que usted nunca podrá hacer esto apropiadamente —de una
vez por todas. La pasión no es nunca suficiente; tampoco la
destreza. Pero inténtelo. Por nuestro bien y el de usted, olvide su
nombre en la calle; díganos lo que el mundo ha sido para usted en
los sitios oscuros y en la luz. No nos diga lo que hay que creer, lo
que hay que temer. Muéstrenos la ancha saya de la creencia y la
puntada que desenmaraña el amnios del temor. Usted, anciana,
bendecida con la ceguera, puede hablar el lenguaje que nos dice lo
que sólo el lenguaje puede decir: cómo mirar sin imágenes.
Solamente el lenguaje nos protege de las cicatrices de las cosas sin
nombre. Solamente el lenguaje es meditación.
Díganos
lo que es ser una mujer de modo que podamos saber lo que es ser un
hombre. ¿Qué se mueve en el margen? ¿Qué es no tener un hogar en
este lugar? Soltarse de aquel que uno conoció. ¿Qué es vivir a las
afueras de ciudades que no pueden soportar la compañía de uno?
Háblenos
sobre barcos que regresaron de los bordes de la playa en la Pascua
Florida, placenta en una campiña. Háblenos de una carretada de
esclavos, ¿cómo cantaban tan suavemente que su respiración no se
distinguía de la caída de la nieve? ¿Cómo por el encorvamiento
del hombro más cercano supieron que la próxima parada podía ser la
última para ellos? ¿Cómo, con las manos puestas en oración sobre
sus sexos, pensaron en el calor, luego en el sol, alzando sus
rostros como si estuviera allí para entrar? Volteándose como para
entrar. Se detuvieron en una hospedería. El conductor y su compañero
entraron con la lámpara, dejándolos zumbando en la oscuridad. El
hueco del caballo humea en la nieve bajo sus cascos, y su siseo y
licuefacción son la envidia de los congelados esclavos.
La
puerta de entrada se abre: una muchacha y un muchacho salen de su
luz. Trepan en la cama del vagón. El muchacho tendrá un revólver
en tres años, pero ahora lleva una lámpara y un cántaro de sidra
tibia. Se lo pasan de boca en boca. La muchacha ofrece pan, pedazos
de carne y algo más: una mirada a los ojos de aquel a quien sirve.
Una ración para cada hombre, dos para cada mujer. Y una mirada.
Ellos se la devuelven. La próxima parada será la última para
ellos. Pero no ésta. Porque ésta ha sido entibiada.
Hay
silencio otra vez cuando los muchachos terminan de hablar, hasta que
la mujer lo rompe.
Finalmente,
dice, les creo ahora. Les creo con el pájaro que no está en sus
manos porque verdaderamente lo capturaron. Miren. Cuán hermoso es
esto que hemos hecho —juntos.
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