Así
terminaba
un
cuento,
fábula
o
historia,
tampoco
sé
como
llamarla,
porque
poco
más
recuerdo
de
ello,
que
nos
contaba
mi
güela
Oliva,
a
mi
hermano
y
a
mi
en
nuestra
infancia.
Si
que
asoma
escondido,
en
lo
más
recóndito
del
disco
duro
que
simboliza
mi
memoria
histórica
o histérica,
el
convencimiento
de
que
esta
era
la
frase
que
gritaba
alguien
que
se
despeñaba
al
abismo,
en
caía
libre,
contra
un
destino
desconocido
y
supuestamente
aciago
para
él.
Aunque
no
me
atrevo
a
afirmarlo
a
ciencia
cierta,
ni
a
pie
de
página,
creo
vislumbrar,
entre
las
bruñidas
brumas
del
olvido,
que
todo ello sucedió después
de
que
alguien
le
hubiera
avisado
del
posible
desenlace,
para
él
desgraciadamente
ya
cierto.
Ahora,
ya
no
tan
tierno,
pienso
que
lo
que
mi
güela
quería
era,
aparte
de
quitar
parte
de
la
pesada
carga
doméstica
a
mi
madre,
la
misma
que
sufrían
todas
las
“mamás”
de
la
época,
transmitirnos
algo
que
iba
imbricado
en
la
ancestral
mochila
del
Ser
Humano,
alojada
sobre
la
parte
límbica
del
acervo
cultural
de nuestra especie, mucho
antes
incluso
de
la
aparición
del
“supuesto”
Sapiens
– Sapiens
moderno.
Es
decir,
que
desde
que
los
primeros
homínidos,
peludos
y
encorvados
ellos,
salieron
del
cuerno
de
África,
hace
cientos
de
miles
de
años,
las
abuelas
ya
se
lo
transmitían
a
sus
nietos,
mientras
los
despiojaban.
Y
no
me refiero a otra cosa,
amigos
míos,
que
a la
capacidad
para
obrar
teniendo
en
cuenta
lo
que
nuestra
actuación
puede
representar
sobre
los
demás,
valorar
los
perjuicios,
beneficios
y
si
los
segundos
superan
a
los
primeros
tener
conciencia para echar
el
freno
antes
de
cagarla
con
la
burlesca marcha
atrás...
Que
viene
a
ser
lo
mismo
que
no
ir por el mundo como unos
“engorilaos”,
algo
que
desgraciadamente
se
está
poniendo
de
moda
por
estos
andurriales.
No
sé,
quizás
esta lucha entre el egoísmo y el altruismo en el filo de la navaja
de la corrupción haya sido algo eterno, incrustado bajo el tejido
epitelial desde la noche de los tiempos.
No olvidemos que el análisis antropológico ve la figura
del
ángel
caído
como un universal común
a las
todas
religiones
que
en
el
mundo
han
sido.
Y
quizás
por
eso,
Mefistófeles,
Satanás,
Lucifer
o
Belial
han
tenido
multitud
de
imitadores
a
lo
largo
y
ancho
de
la
Historia.
El
nepotismo
triunfa
sobre
la
decencia
con
tal
impunidad
que
los
botones
de
muestra
sobrarían
para
miles
de
casacas,
o
más.
Casi
con
la
futilidad
de
un
REM,
más
una
cariñosa
mirada,
de
reojo,
a
los
amigos
de
Sala
Oscura,
me
viene
a
la
cabeza
una
frase
de
Gary
Cooper,
en
la
“peli”
“La
Gran
Prueba”
de
W.
Wyler,
en
la
que
se
hace
una
épica
defensa
del
pacifismo
incrustada
en
un
periodo
tan
crudo
como
la
Guerra
de
Secesión
USA.
Así
el
patriarca
de
unos
cuáqueros
sentencia
lapidariamente
algo
que
resuena
en
mis
migrañas,
tan
bruscamente
como
silba
el
aire
en
las
orejas
de
aquel
que
se
despeña
desde
el
inicio
de
esta
columna,
o
de
su
legislatura.
“La
vida
de
un
hombre
no
vale
nada
si
no
la
vive
de
acuerdo
con
su
conciencia...”
Claro,
pero
para
que
la
rueda
de
la
fortuna
nos
sonría
con
una
vida
fructífera,
hay
que
tener
conciencia,
valores
y
responsabilizarse
en
el
trabajo
personal
más
allá
del
bolsillo,
la
imagen
o
el
márqueting
electoral.
Alicientes
que
no
nacen
por
generación
espontánea,
ni
perduran
más
allá
que
los
charcos
tras
una
lluvia
torrencial,
o
tormenta,
en
el
Serengeti,
porque
requieren
una
concienzuda
determinación
y
apuesta
por
la
cultura,
a
partir
de
modelos
de
educación
de
calidad
con
responsabilidad
social.
Sin
olvidar
que
civilización,
como
ente
universal
y
en
número
singular
y
la
cultura
son
esquejes
de
la
forma
de
vida
de
un
pueblo
y
determinan
un
entorno
moral
como
destino
ineludible.
Porque
salvo
en
la
Alemania
decimonónica,
donde
sus
pensadores
hacían
distinción
entre
civilización,
circunscribiéndola
a
la
mecánica,
técnica
o
factores
materiales
y
cultura
a
la
que
asociaban
valores,
ideales
y
altas
capacidades
intelectuales;
repito,
eliminado
esta
endémica
representación
aria,
errónea
en
origen
y
maldita
en
sus
consecuencias,
el
resto
del
mundo
identifica
ambos
aspectos.
Esto
nos
llevaría
a
reconocer
que
aunque
la
civilización
engloba
a
las
culturas
– de
ahí
su
singularidad
– y
que
éstas,
de
distintos
entornos
y
nichos
ecológicos,
próximos
o
lejanos,
aunque
diferentes
a
la
nuestra,
contenido
y
continente
son
igualmente
respetables
y
deseables.
Algo
que
en
la
patria
de
tirios
y
troyanos
parece
haberse
olvidado
y
así
por
el
artículo
treinta
y
tres,
los
habitantes
de
Freedonia
y
el
partido
del
pueblo
que
les
dirige
odian
muerte,
o
al
menos
no
perdonan,
a
los
de
Coppertonia
ni
a
su
gobierno
sociologista
porque
perteneciendo
a
la
misma
república
bananera
llevan
varias
intentonas
fallidas
para
celebrar
unos
juegos
del
Potlatch
que
éstos
organizaron
hace
dos
décadas.
No
deberían
preguntarse
ya
los
sabios
de
la
tribu,
si
es
rentable
invertir
cientos
y
miles
de
sestercios,
más
todos
los
corderos,
gallinas
y
pollinos
de
la
aldea,
en
publicitar
unos
juegos
que
en
el
despropósito
se
tornarán
del
hambre,
porque
aunque
algunos
lo
mienten
– y
mientan
– nunca
salen
los
números
y
nada
digo
cuando
en
el
aquelarre
de
crisis
patrio,
los
machos
cabríos
son
montados,
a
horcajadas,
por
los
gurús
de
la
nueva
economía,
siempre
despiadada,
bajo auspicios de
la
otra
vez
aclamada
bruja
del
norte
Hamburgués.
Heri
Gutiérrez
García.