martes, 14 de julio de 2015

EFECTO “HANCOCK”: Los límites de la negociación.


En la peli del mismo nombre Will Smith se mete en la piel de Jonh Hancock un superhéroe cuyas hazañas van acompañadas de efectos colaterales nocivos y por eso, pese a que salva a las personas, es odiado por la ciudadanía de Los Ángeles. No sé si también influirá en su baja tasa de popularidad el que entre sus proezas esté salvar bancos. Su mala imagen se completa con los problemas de alcoholismo, derivados de una amnesia postraumática, que le dura ochenta años – porque es también inmortal – y de un pasotismo adoptado como modo de vida que le hace dormir en bancos de parques o volar a velocidades supersónicas con una botella de “güiski” en la mano. Vamos, que pese a ser un tipo honesto, amante de la Ley y el orden, deja mucho que desear en su forma de entender la manera de aplicar la justicia. Al final un fortuito cruce con el experto en relaciones públicas Ray Embrey le hace entender que las normas están para ser cumplidas por todos, aunque puedan ser o parecer injustas. Un personaje similar; el “Merluzón” Dude de “Río Bravo”, bordado por Dean Martin en 1959.
Pero no voy a hablar de cine, quizás merecería la pena, pretendo reflexionar sobre el fin de la contienda de Grecia contra el resto de la U.E., incluidos los países que por datos, siempre los manidos datos, jugamos en la misma categoría de regional preferente. No nos engañemos, no estamos para muchos alardes, pese a lo que algunos digan. Pues bien, después de mucho prometer y marear la perdiz, con un corralito por medio, a la coalición Syriza de Alexis Tsipras no le ha quedado otra que dar el brazo a torcer y transgredir todas las líneas rojas que había jurado no cruzar. Porque seamos honestos, no queda otra, desgraciadamente. Cuándo una Institución marca unas normas tenemos dos opciones; la primera es ser coherentes y no entrar si desconocemos las reglas de juego, las cartas de la baraja y mucho menos si no habemos “poderes” para sentarnos a la mesa. Si pensamos que cubrimos de largo todas las premisas y aceptamos, es innegociable cambiar las normas a mitad de partida o eludir el deber de pagar a quien nos deja el dinero.
Llegados a este intríngulis debemos plantearnos, ya abiertamente, la siguiente cuestión. ¿Qué podemos hacer y qué nos queda fuera de alcance?. Independientemente que seáis o no votantes de la marca, he de decir que sí se pueden hacer cosas dentro de la que llamaríamos “liga doméstica”; por ejemplo, a bote pronto, crear instituciones e instrumentos para agilizar y dotar de transparencia a la Democracia, legislar para evitar la corrupción, prevaricación o el cohecho de los dirigentes políticos o sancionar los casos es que ocurra manifiestamente. La necesidad ineludible de frenar el déficit público que origina los desmanes en la Deuda soberana, para no tener que negarse a devolverla por asfixia. Y ¿Cómo se hace?. Pues muy sencillo, ajustando el presupuesto. Hala, diréis “ya llegó otru iluminau, tocau del ala a metenos la tixera y apretanos el cintu...” No, no voy por ahí; ya lo sabéis. Los Presupuestos Generales de cualquier estado o administración pública constituyen, en esencia, un instrumento contable, a modo de balanza, que presenta en uno de los platos los ingresos y en el otro los gastos; y como tal debe tender a equilibrarse, en la medida de lo posible.
Recetas para ello, son tantas y variadas como las de adelgazar, pero como los galenos nos recuerdan, no existen las dietas milagro, ni siquiera la del cucurucho. De igual forma, no sirven las “virguerías” ni los juegos de salón de crupieres más o menos avezados en el arte de engañar al prójimo. Solo se puede equilibrar un presupuesto, evitar que se dispare, explote y lleve al déficit galopante a partir de una política fiscal progresiva en la que pague más quién más posea. No es lógico que una PYME o un autónomo coticen con cuotas superiores al 20% de sus ingresos y que las grandes empresas, que deberían contribuir con un 35% como impuesto de beneficios se vean, valga la redundancia, beneficiadas por exenciones diversas y tributen en torno al 10%. Pero claro en este brazo de la “Romana” solo se “tocan” - se elevan una y otra vez – casi perversamente los impuestos indirectos, es decir, los que gravan el consumo. Y como todos tenemos la mala costumbre de comer y beber para vivir... Así, como se reduce la renta disponible de las familias, se retrae el consumo, la demanda agregada y la economía del país entra en recesión, sin que se haya logrado un sustancial incremento en los ingresos del Estado. Es más resulta pírrico, a todas luces.
¿Y los gastos...? Ay los gastos, como la canción. Existen varios grupos, desde el punto de vista macroeconómico. Los corrientes que incluyen los salarios de funcionarios y compra de bienes, los de capital para mantener o mejorar la capacidad productiva del país y finalmente los de transferencia que son los realizados por el sector público sin obtener nada a cambio: seguridad social, pensiones y sanidad. Y claro, los excesos en el primer grupo se pagan en las carencias en I+D+i y los recortes en la triada sanidad, educación, cobertura social. Grecia tenía más de un 70 % de empleo público que disloca sus gastos corrientes, pero ojo que España carga con una superestructura de estado en cuatro niveles, incluso cinco en algunos casos, con mucho personal a cobrar, algo difícilmente digerible.
 Y como de datos va, habría mucho que discutir con quién nos dice que vamos muy bien, cojonudamente, por que según EUROSTAT o el Banco Mundial, la economía española creció un 0,9 % en el primer trimestre, dos décimas más que en el trimestre precedente, mientras que el aumento con respecto a los tres primeros meses de 2014 fue del 2,6 %. Y que frente a ese año el de la zona del euro aumentó un 1% y en la UE un 1,4 %. Todos ellos son datos reales, pero no podemos obviar que ese porcentaje se tabula sobre el PIB de cada país, así Alemania 3.356.577 en 2014 que correspondía a casi el 20% de la U.E. y España 1.441.181 que es solo el 8,5%. Lo que deja en evidencia los porcentajes de crecimiento de países emergentes o en riesgo de exclusión, como el nuestro. 

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